CERRADO POR REFORMAS
La casita era preciosa. Situada en un paraje idílico estaba rodeada de pinares y en las suaves laderas de los montecillos que salpicaban el contorno crecían toda clase de plantas aromáticas. Era un espacio que, al contemplarlo, inducía a evocar el lugar donde, en su tiempo, debiera estar ubicado el Paraíso Terrenal. Desde la terraza que daba acceso a la entrada principal se gozaba de una maravillosa vista al mar Mediterráneo, cuyas olas acariciaban la breve cala y morían en su playa particular que se extendía a pocos metros de los tres escalones de mármol que accedían a dicha terracita. A su favor obraba el hecho de su reciente construcción. Era un lugar ideal que exhalaba frescura y juventud bellísima por sus cuatro lados.
Habitaba yo una vivienda que conservaba los esquemas de esas casonas que suelen ser características en las poblaciones rurales del interior del país. Paredes gruesas para defenderse del frío, suelos desgastados por las pisadas de tantas generaciones que la habitaron y puertas que gruñían, simulando lastimeras quejas, al empuje de cualquier pequeña ráfaga de viento. Un paisaje plano a base de edificaciones sin relieves y con las mismas hechuras que la mía, configuró en mí, un estado de ánimo adverso a continuar viviendo encerrado en la imaginaria penitenciaría que mi mente fabricó para mi desasosiego.
Impelido por el deseo de lo nuevo, decidí investigar la posibilidad que tendría de adquirir la casita que, junto al mar, tanto me había deslumbrado. Valiéndome de mi experiencia en el tema de la construcción decidí echarle un vistazo de cerca para cerciorarme de su estado general. Me dijeron que aquella edificación era un producto más de la especulación inmobiliaria. Que había sido deficientemente tratada por su constructor que había obviado, quizás por descuido, las normas esenciales que contempla la ley de costas. Y ahora, para ser habitada, había que eliminar ciertos obstáculos que la situaban fuera de esa ley. Me inquietó un eslogan que, escrito en un azulejo, en el lado izquierdo del dintel de la entrada, rezaba “A la larga, lo dulce amarga”.
Pregunté busqué e insistí en dar con quién me dejase una llave para entrar en su interior. Lo conseguí. Y decidido a reformar lo que fuese menester para obtener su certificado de legalidad examiné palmo a palmo cada estancia de la casita. Toda ella era una verdadera preciosidad, una inmensa gama de desconocidos y hermosos colores. Pero a poco de estar revisando su estructura entendí con todo el dolor de mi corazón que nunca podría habitar en aquel edén ¿la causa? Sus pilares maestros estaban cuarteados. Si me quedaba a vivir allí, indudablemente, cualquier día aquella casa se me vendría encima y me mataría por aplastamiento.
Triste y abatido, devolví la llave y con la certeza de que jamás olvidaría la felicidad que pudo haber supuesto vivir allí, regresé a mi casa del pueblo, la cual, con sus gruesas paredes, su suelo desgastado y sus puertas desajustadas, seguía manteniendo la fortaleza inamovible de su pilar maestro y, en consecuencia, la seguridad que ello me proporcionaba.
Viento de Levante
miércoles, 26 de octubre de 2011
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